Hace unos días, a un vecino le robaron en su casa. El robo parecía meticulosamente planeado: los ladrones solo se llevaron joyas y sabían que la casa estaría vacía. Lo inquietante es que varios días antes, los vecinos notaron un dron sobrevolando la zona en repetidas ocasiones. En su momento, pensaron que era solo un juguete, quizás de algún adolescente experimentando con tecnología. Pero, ¿y si no lo era? ¿Y si ese dron tuvo que ver en la planificación del robo? Lo cierto es que estos dispositivos están cada vez más presentes en nuestra vida cotidiana generando preocupación.
El uso de drones en temas de seguridad no es nuevo. Por ejemplo, en la frontera norte de México, se emplean para vigilar el tránsito de migrantes y reforzar la seguridad. Sin embargo, su utilización no se limita a las autoridades. Los cárteles del narcotráfico han integrado drones armados con explosivos para atacar a sus rivales y a las fuerzas del orden. Un ejemplo ocurrió en la conmemoración del 8M en 2021, cuando agentes de seguridad apostados en el techo de Palacio Nacional portaban rifles inhibidores de drones, ante el temor de un posible ataque dirigido al presidente o al edificio.
Ese mismo año, soldados en Michoacán repelieron un ataque con drones cargados con explosivos. Según un informe de Wired, en 2023 se registraron más de 260 ataques de este tipo contra fuerzas de seguridad en México, lo que evidencia una escalada alarmante en su uso con fines delictivos.
Desde 2024, la legislación mexicana endureció las penas contra quienes utilicen drones con fines criminales: 40 años de prisión para quienes los empleen en actos de violencia y 20 años para aquellos que lancen explosivos. No obstante, el ejército también ha incrementado su uso para vigilancia e inteligencia en la lucha contra el crimen organizado. En Estados Unidos, Donald Trump ha amenazado con enviar drones armados para atacar objetivos específicos en territorio mexicano, lo que plantea el riesgo de errores trágicos en su ejecución.
El problema de los drones no es solo su uso, sino su regulación y control. Podemos analizarlo desde tres ángulos:
- El factor tecnológico. La mayoría de los drones comerciales provienen de China y otros países asiáticos, lo que reduce sus costos, pero también plantea riesgos en términos de ciberseguridad. Si los dispositivos operan con software vulnerable o claves genéricas, podrían ser intervenidos por terceros, incluyendo el crimen organizado.
- La falta de regulación aérea. Actualmente, los drones pueden volar prácticamente sin restricciones en muchos lugares, lo que representa un peligro tanto para la seguridad ciudadana como para la prevención del delito. Es urgente establecer normativas más estrictas, con permisos especiales que delimiten su uso y su geolocalización.
- La delgada línea entre el uso recreativo y el uso criminal. La tecnología avanza más rápido que las leyes, y esto deja un vacío legal sobre cómo distinguir entre un dron utilizado para entretenimiento y uno con fines delictivos.
La revolución de los drones nos enfrenta a un dilema: aprovechar sus beneficios tecnológicos sin permitir que se conviertan en armas sigilosas contra nuestra seguridad. Necesitamos un marco regulatorio innovador, que equilibre libertades tecnológicas con protecciones robustas contra usos peligrosos. No podemos darnos el lujo de reaccionar tarde; el cielo ya no espera.
El autor de la columna Tecnogob”, Rodrigo Sandoval Almazán, es Profesor de Tiempo Completo SNI Nivel 2 de la Universidad Autónoma del Estado de México. Lo puede contactar en [email protected] y en la cuenta de Threads @horus72.