Hace horas que su mirada está cautiva. La pantalla del celular lo ha absorbido por completo. Minecraft, ese vasto universo de bloques y posibilidades infinitas, ha poblado su mente con imágenes de construcciones caóticas y criaturas cúbicas que se mueven a una velocidad desconcertante. Es un “shooter” a su manera, donde la “muerte” de un avatar pixelado parece carecer de la gravedad que tendrían las consecuencias en la carne. ¿Es una virtud disparar a bloques y no a figuras humanas? La pregunta flota en el aire.
De un universo virtual, salta a otro, sin fricción. Ahora es el televisor el que emite la luz constante, sintonizado en YouTube. Horas continuas de youtubers dedicados precisamente a Minecraft. Observa cómo otros juegan, en un acto que dista de ser pasivo para él. ¿Aprende estrategias? ¿O simplemente consume la presencia de otros en el mismo espacio digital? El comentarista, con su voz estridente y un ritmo frenético, narra cada movimiento. Resulta asombroso que un niño pueda sostener esa atención durante periodos tan prolongados, mientras observa cómo un mundo virtual se construye para ser derribado, cómo las herramientas y las “armas” digitales se forjan con una facilidad pasmosa y sin supervisión. Su “muerte” es un mero reinicio, una anulación de la pérdida. No hay nada verdaderamente en juego porque el tiempo, en este estado de inmersión, parece diluirse. Las horas pasan sin que se detenga a notar el oscurecer del cielo, otro día consumido frente a la pantalla.
A la mañana siguiente, la migración digital continúa. Se presenta en Discord, esa suerte de plaza pública virtual para la generación Z. Es más que un simple servicio de mensajería; es un ecosistema social donde se comparten trucos, se coordinan partidas y se fraguan diálogos entre jugadores de las principales consolas – Xbox, PlayStation, y por supuesto, el omnipresente Minecraft. Envía mensajes, platica en línea… y regresa, inevitablemente, a la pantalla principal.
Ahora, el “juego” en curso es Worldbox. Una simulación, una versión digital de titanes de la estrategia como Risk o Civilization. Aquí puede “crear” civilizaciones, observar su lento desarrollo, su expansión, sus luchas intestinas por recursos o territorio. Es una perspectiva divina sobre un microcosmos virtual. Dedica horas a nutrir a sus “pueblos”, a armar ejércitos, a planificar la destrucción del adversario. Un ciclo de construcción y aniquilación, confinado al espacio digital. Y, por supuesto, tras la sesión de juego, regresa a YouTube en busca de guías, trucos y comentarios del youtuber especializado en esta plataforma. Más horas de contemplar la misma luz, compartiendo la experiencia de otro para luego replicarla en la suya.
Más tarde, tras un breve paso por Instagram —donde comparte sus “logros” virtuales, sus estrategias del día—, la inmersión lo arrastra de nuevo a YouTube. Es hora de “ver” a los gigantes del algoritmo: MrBeast, con sus cientos de millones de seguidores, o adentrarse en el universo de Minecraft a través de figuras como BobyCraft o Deik, cada uno con millones de suscriptores propios. No importa tanto qué hagan, sino que hagan algo. Estos creadores suben contenido diario, una corriente incesante de consejos, trucos y ocurrencias diseñadas para mantener cautiva a una audiencia que, como él, parece no tener saciedad.
Finalmente, llega el llamado a comer. Lo hace a la carrera, casi sin masticar, impulsado por una urgencia que no admite dilación: regresar a la pantalla, a la consola, al juego en línea que lo tiene, en efecto, secuestrado.
Hemos perdido al niño, o quizás, sin darnos cuenta, estamos presenciando la metamorfosis que lo convierte en una sombra digital.
La conversación pública sobre la infancia en la era digital a menudo se centra en la obesidad, los problemas de atención, la exposición a la violencia o incluso las drogas. Pero existe otra erosión quizás menos visible, una absorción silenciosa que está consumiendo la presencia tangible de nuestros niños en el mundo.
El reloj marca otra hora perdida en la vida de nuestros hijos. Mientras celebramos el Día del Niño con regalos tecnológicos, quizás deberíamos preguntarnos: ¿estamos celebrando su infancia o contribuyendo a su desaparición? La verdadera emergencia no está en las pantallas, sino en nuestras manos adultas que sostienen la llave para desconectar y recuperar a esos niños secuestrados por el mundo digital.
El autor de la columna Tecnogob”, Rodrigo Sandoval Almazán, es Profesor de Tiempo Completo SNI Nivel 2 de la Universidad Autónoma del Estado de México. Lo puede contactar en [email protected] y en la cuenta de Threads @horus72.